Friday, April 03, 2015

AH BROMITAS

En el noventa y cinco estaba estudiando mi segundo año de ingeniería en la USAC, tenía dieciocho años, muchas esperanzas y pocos planes.
En esos tiempos los transmetros eran solo un proyecto, existían dos rutas y por fortuna una de esas rutas salía de la colonia Atlántida con destino en la zona 21. Había quien decía que los que usábamos el transmetro éramos unos caqueros elitistas que no queríamos juntarnos con los simples shumos que iban en ruletero, la verdad es que yendo en transmetro pagaba solo un pasaje así que económicamente tenía sentido.
Por otro lado el trayecto era aburridísimo, primero andaba un buen tramo por la calle Martí, luego atravesaba la zona 1, luego toda la avenida la Reforma hasta llegar al obelisco, luego por la Aurora en zona 13 hasta llegar a la avenida Petapa, lugares que siempre han sido congestionados y si no recuedo mal la calzada de La Paz no existía, así que tardábamos aproximadamente dos horas de camino cuando nos iba bien. Por lo general solo tomaba ese bus de regreso a la casa cuando no tenía prisa por llegar.
¿Les ha pasado que cuando están sentados del lado de la ventana les da por pensar? especialmente durante esos largos trayectos, de alguna u otra manera me ponía a darle vuelta a muchos pensamientos en mi cabeza, muchas veces terminaba haciéndome las típicas preguntas existenciales, cuestionando muchas cosas que aquí no vienen al caso.
En fin, un día salí temprano de la U después de un examen parcial, era media mañana y el transmetro iba casi vacío, recuerdo estar sentado cerca de la parte posterior del bus, los últimos asientos estaban más elevados que el resto porque el motor estaba montado atrás. El bus se queda atravesado a medio crucero en un semáforo cercano al zoológico, yo estoy cabeceando y veo que algo se acerca a mi izquierda, es un camión repartidor, el piloto parece estar haciendo señales con sus manos, sí, hace señas... parece decir que nos hagamos a un lado, me sobresalto, el camión se acerca más, el piloto sigue haciendo señas, ¿se quedó sin frenos? ¡así parece, viene sin frenos! me levanto, ¿qué hago, corro, para dónde? el impacto es inminente, estoy mudo y petrificado, esperando que el camión choque y nos arrastre, el piloto se tapa la cara con las dos manos mientras se acerca, ¡esto no puede ser cierto!
Así como estoy después de los aspavientos del piloto, veo cómo frena tranquilamente al llegar al semáforo, empieza a doblarse de la risa y me señala con el dedo. Seguramente tengo una cara de confusión que no tiene precio.
Afortunadamente el bus estaba casi vacío, me siento entre asustado y avergonzado, el chofer del transmetro avanza tranquilamente sin darse cuenta del mini drama que se desarrolló durante unos segundos y continuamos el camino, con el rabillo del ojo creo ver al piloto del camión desarmándose de risa.
No hubo cámaras escondidas, y en ese tiempo el internet no era nada más que un experimento con pitos en el teléfono a 33.6 kbps, así que pude continuar mi vida tranquilamente después de este incidente donde el único magullado fue mi orgullo.

EL CANAL

Los días en la oficina del puerto de Iztapa podían ser muy aburridos.
Levantarse a las seis de la mañana estar listo para el desayuno que se servía a las siete en punto y luego la jornada laboral que principiaba a las 8 de la mañana, como cualquier otra oficina.
Adentro del trailer que hacía de oficina teníamos aire acondicionado, el calor no era tan bochornoso como afuera y podíamos andar con camisa tranquilamente.
Cuando no se aproximaban fechas de pago mi trabajo era sencillo y terminaba temprano, muchas veces después del almuerzo ya no tenía nada que hacer, me la pasaba matando el tiempo jugando solitario, buscaminas o freecell. Eran tiempos de Windows 95, para meterse al internet había que conectar la línea telefónica al modem de la computadora y hacer escándalo con los pitos en la bocina de la PC, lo que era poco práctico y los demás en la oficina se daban cuenta que no estaba realmente haciendo como que trabajaba.
Me gustaba salir al patio de la planta, uno de sus costados daba directamente al canal artificial que se había creado para que entraran los barcos pesqueros y se les hiciera mantenimiento. Había un barco que estaba anclado allí mismo esperando que se apiadaran de él y ponerlo en funcionamiento de nuevo, era más bien un cascarón flotante.
El personal de la planta que no estaba bajo el aire acondicionado trabaja a su propio ritmo: mecánicos, torneros, rederos, bodegueros. Cada quien según los barcos lo necesitaran.
El canal se llenaba y vaciaba con las mareas, un par de veces lo recorrí en una lanchita de remos, habían manglares donde se escondían garzas, iguanas, garrobos y quién sabe cuántos animales.
-Con este calor dan ganas de tirarse al canal en pelotas-, le dije un día al redero.
-Va, tirate-. Me dijo el redero al mismo tiempo que reparaba una red hecha de cáñamo grueso, que más parecía una hamaca, mientras estaba sentado en una hamaca hecha de cáñamo grueso.
-Uno de estos días lo voy a hacer, vas a ver.
No había visto a nadie nadando en el canal, pero no se veía tan sucio, igual se me hacía como algo que habría visto en alguna película o anuncio en la tele, tener la espontaneidad de quedarme tirarme al canal, era como demostrar algo, a los demás y a mí mismo, que si algo se nos ocurre nos aventemos y nos tiremos a la aventura.
Así que una tarde a las cuatro cuando toda la gente de la planta se disponía a salir "puros albañiles" como se dice en buen chapín, estaba viendo el canal y escuché a alguien que me dijo "no que te querés tirar pues" y pensé, y porqué no.
Allí mismo me quité toda la ropa y me quedé en calzoncillos, empecé a correr y di el salto hacia el canal.
Hay algunas cosas que cuando te ocurren pareciera que todo fuera en cámara lenta, supongo que le pasa a mucha gente porque había visto suficientes caricaturas japonesas para ver que los personajes se quedan suspendidos a medio brinco recordando el pasado.
En mi caso la sensación fue la misma de cuando hice mi primer salto en bicicleta. Andar con las rueditas de entrenamiento no es la gran cosa, luego después de una caída se rompió una de las rueditas, lo que me forzó a pedalear con una llantita entrenadora al aire, ya luego fue cosa de quitar la llantita que quedaba y pude pedalear como todo un profesional, o al menos como los demás niños, en mi mente alucinaba con hacer saltos, caballitos y piruetas, practiqué mucho, tuve mucha mejor suerte que con la patineta que me habían regalado anteriormente y que tuvo un fatídico final cuando terminando una bajada di un salto y me quedé flotando en el aire y mi patineta era tragada por un tragante y nunca la volví a ver.
Un día, con mucha emoción me acerqué al bulto de tierra donde practicaban sus saltos los demás chicos y lo logré, tal vez fue un poco exagerado pero sentí que pasaba por sobre las cabezas de todos, miraba las llantas rodar muy despacio, me sentí en gravedad cero, libre, el viento soplaba mi cara y yo estaba firmemente agarrado del timón, caí suavemente en la tierra y hasta me eché una mi guanaca, todos aplaudían y me echaban porras.
O al menos así es como me gusta recordarlo.
Como les digo, y después de esta pequeña pausa al estilo anime sigo con el relato de cómo iba flotando en el aire, cayendo en cámara lenta hacia el canal.
¡Splash!
La superficie del agua se sentía aceitosa y olía a pintura, tuve que mantener la boca cerrada para no tragar ni un poco. Estaba un poco más fría de lo que había imaginado, pero había cumplido mi sueño de saltar, de tirarme al agua, estaba nadando tranquilamente panza arriba cuando un bulto pasó flotando a mi lado, era una gallina muerta con las patas estiradas apuntando al cielo.
La marea estaba bajando y la distancia entre mi humanidad y el borde del canal se hacía más grande, no me daban los brazos para alcanzar la orilla y salir de allí, afortunadamente el barco tenía una escalerita de la que me pude asir para poder emerger triunfalmente y ver las caras de sorprendidos de toda la gente que me había visto saltar, me aplaudían y me echaban porras, o al menos así es como me gusta recordarlo.
Un poco arrepentido y apestando a aceite quemado recogí mi ropa y le sonreí a la banda, como pude me vestí sin secarme y me fui corriendo a la casa, casi pude escuchar al redero cuando pasé a su lado que decía, mientras tejía su red, "loco serote".

CACHORRO DE MAR

Hablando de vacaciones y que estamos en semana santa, me viene a la mente una anécdota de cuando trabajaba en el puerto de Iztapa.
Decir que trabajaba en el puerto no quiere decir que estaba frente al mar, estaba cerca, eso sí, si caminaba unos treinta minutos podía llegar a la playa, mi percepción de la cercanía del mar estaba un poco distorsionada al principio, por ejemplo, las primeras noches que dormí en la casa que nos proporcionaba la empresa alucinaba con escuchar las olas reventando a poca distancia y me aterraba la idea de que un maremoto se tragara todo en los alrededores, y que mi última noche la iba a pasar nadando entre escombros luchando por sobrevivir. Ahora que lo veo creo que fui un poco exagerado, tal vez era la falta de costumbre.
Una de mis mejores experiencias fue cuando nos invitaron a subir a uno de los barcos pesqueros. Nos llevaron al personal de la oficina a dar una vuelta, aprovechando que había que llevar ciertos abastos al Xavier, que estaba en la dársena de la Base Naval del Pacífico, pues allá fuimos de uno de los pick ups de doble cabina de la empresa, allá nos esperaba el barquito, yo que me había subido a un par de cayucos en mi vida estaba emocionado ante la idea, nos acompañaba Englenton el jefe de mantenimiento, el jefe de bodega a quien llamábamos por el apellido don Gatica, y Fernando, el asistente de bodega.
Los barcos pesqueros son más bien unos refrigeradores flotantes, La mayor parte del volumen lo ocupa el cuarto frío, tan pronto los camarones salían de las redes eran lavados, se les agregaba una solución de bisulfito de sodio como preservante y eran puestos en el congelador. Tenían unos motores diesel Cummins que a mí me parecieron enormes y se mantenían encendidos las 24 horas haciendo un ruido infernal, aunque después me di cuenta que comparados con otros barcos no eran tan grandes. Los camarotes (si así se podían llamar a las camas hechas de tablas puestas a modo de literas para que durmieran los marinos) estaba encima del motor, luego estaba la cocina y al frente la cabina de control, con su timón, radio y demás implementos necesarios. Algunos tenían equipo de sonar pero los capitanes confiaban más en su instinto.
Abordamos, ese día, como casi todos en el puerto, el sol estaba implacable, el agua reflejaba la luz generosamente y las pequeñas crestas de las olas brincaban como chispas en el horizonte. El mar estaba un poco picado pero eso no me importó, me encantaba sentir el viento salino y aspirar profundamente, se sentía saludable, espeso, masticable.
¿Porqué todo se llama diferente en los barcos? está la proa y la popa, babor y estribor, el casco, la cubierta, ¿y el techo? bueno, como no recuerdo y no sé cómo se llama le voy a llamar el techo, había una escalerita para subir al mismo, porque todo en un barco es útil, subimos porque de ahí se veía mejor el espectáculo, don Gatica se veía muy satisfecho, era chaparrito, ya estaba algo viejito, curtido, tenía un bigotito escaso que se movía cómicamente al hablar, y cuando lo hacía parecía como si la voz le saliera a través de un papel, a mí se me hace que era por hablar a través del bigote, me miraba, se reía y decía “qué chilero esto”.
Englenton era marinero viejo, ya había estado en la rama naval del ejército, era imposible adivinar qué edad tenía, de raza negra, 1.85 metros de estatura, lucía orgulloso unos Ray Ban con aros de gota enchapados en oro, probablemente un souvenir de otros tiempos, supongo que se imaginaba con su traje de gala en algún evento protocolario, haciendo el saludo desde una fragata de guerra, solo que en vez de fragata de guerra estaba en un barco viejo y despeltrado, y en lugar de traje de gala estaba en camiseta y pantalón de lona llenos de grasa. Pero eso no le quitaba lo altivo.
Por último, volví a ver a fernando, era blanco como el queso, pero ahora aparte de eso el pobre estaba pálido, le había agarrado el mareo y le bailaban los ojos, parecía que no estaba disfrutando el paseo para nada. Se me acercó y me dijo en voz baja “vos Marco, me siento mal, estoy mareado”. Yo le decía que se tranquilizara, pero eso es en vano cuando ya te ha agarrado el malestar, “tratá de ver al horizonte, respirá profundo” nada, se notaba la respiración superficial, la tez color papel y el sudor en su frente, estaba mal.
Unos delfines nos acompañaron, juguetones, dando saltos compitiendo con el barco, como si fuese un cetáceo más, nunca en mi vida había visto un delfín de cerca, no eran como los de la tele, eran un poco más pequeños y con manchas en la piel, seguramente eran de otra especie, tal vez eran como los perritos de la calle guatemaltecos, sin pedigrí, pero el espíritu era el mismo.
Fernando estaba desesperado, “Marquito, tengo náusea, ya no aguanto” tuvimos que avisar que mi amigo se sentía mal, yo estaba sorprendido de que mi debilidad para los viajes terrestres no tuviera efecto aquí, me sentía genial, tal vez si hubiera pasado más tiempo me habría dado… pero prefiero no pensar en eso.
Englenton estaba parado en la cubierta viendo los delfines y otros peces que se acercaba a la superficie, nosotros estábamos en el techo, lo llamamos para que tuviera una mejor vista, ahora, la cosa es que Fernando estaba ya al borde de echar las tripas y no pudo aguantarse, se acercó a la orilla del techo y vomitó con todas sus fuerzas, un chorro de líquido estomacal caliente semi digerido se disparó hacia abajo… y fue a dar de lleno en la cara de Englenton que iba subiendo las escaleras.
La escena era grotesca pero don Gatica y yo no pudimos evitar carcajearnos al punto de las lágrimas, Fernando probablemente ya se sentía algo mejor, pero no puedo decir lo mismo de Englenton, debo decir que se lo tomó estoicamente y con sentido común, y no lo revolcó a puñetazos.
Emprendimos el regreso al muelle, Englenton tenía la cara como de piedra, no hablaba, se había lavado la cara con la manguera que usaban para lavar los camarones y le prestaron una camiseta, al menos los lentes le protegieron los ojos, nunca se los quitó, era lo único que le quedaba de dignidad. Fernando estaba verde ahora, no tanto de náusea como de miedo.
En la cocina los marieros, entre risas, estaban preparando un caldo de pescado con bastante limón, para que le pasara un poco el mareo.