Friday, April 03, 2015

CACHORRO DE MAR

Hablando de vacaciones y que estamos en semana santa, me viene a la mente una anécdota de cuando trabajaba en el puerto de Iztapa.
Decir que trabajaba en el puerto no quiere decir que estaba frente al mar, estaba cerca, eso sí, si caminaba unos treinta minutos podía llegar a la playa, mi percepción de la cercanía del mar estaba un poco distorsionada al principio, por ejemplo, las primeras noches que dormí en la casa que nos proporcionaba la empresa alucinaba con escuchar las olas reventando a poca distancia y me aterraba la idea de que un maremoto se tragara todo en los alrededores, y que mi última noche la iba a pasar nadando entre escombros luchando por sobrevivir. Ahora que lo veo creo que fui un poco exagerado, tal vez era la falta de costumbre.
Una de mis mejores experiencias fue cuando nos invitaron a subir a uno de los barcos pesqueros. Nos llevaron al personal de la oficina a dar una vuelta, aprovechando que había que llevar ciertos abastos al Xavier, que estaba en la dársena de la Base Naval del Pacífico, pues allá fuimos de uno de los pick ups de doble cabina de la empresa, allá nos esperaba el barquito, yo que me había subido a un par de cayucos en mi vida estaba emocionado ante la idea, nos acompañaba Englenton el jefe de mantenimiento, el jefe de bodega a quien llamábamos por el apellido don Gatica, y Fernando, el asistente de bodega.
Los barcos pesqueros son más bien unos refrigeradores flotantes, La mayor parte del volumen lo ocupa el cuarto frío, tan pronto los camarones salían de las redes eran lavados, se les agregaba una solución de bisulfito de sodio como preservante y eran puestos en el congelador. Tenían unos motores diesel Cummins que a mí me parecieron enormes y se mantenían encendidos las 24 horas haciendo un ruido infernal, aunque después me di cuenta que comparados con otros barcos no eran tan grandes. Los camarotes (si así se podían llamar a las camas hechas de tablas puestas a modo de literas para que durmieran los marinos) estaba encima del motor, luego estaba la cocina y al frente la cabina de control, con su timón, radio y demás implementos necesarios. Algunos tenían equipo de sonar pero los capitanes confiaban más en su instinto.
Abordamos, ese día, como casi todos en el puerto, el sol estaba implacable, el agua reflejaba la luz generosamente y las pequeñas crestas de las olas brincaban como chispas en el horizonte. El mar estaba un poco picado pero eso no me importó, me encantaba sentir el viento salino y aspirar profundamente, se sentía saludable, espeso, masticable.
¿Porqué todo se llama diferente en los barcos? está la proa y la popa, babor y estribor, el casco, la cubierta, ¿y el techo? bueno, como no recuerdo y no sé cómo se llama le voy a llamar el techo, había una escalerita para subir al mismo, porque todo en un barco es útil, subimos porque de ahí se veía mejor el espectáculo, don Gatica se veía muy satisfecho, era chaparrito, ya estaba algo viejito, curtido, tenía un bigotito escaso que se movía cómicamente al hablar, y cuando lo hacía parecía como si la voz le saliera a través de un papel, a mí se me hace que era por hablar a través del bigote, me miraba, se reía y decía “qué chilero esto”.
Englenton era marinero viejo, ya había estado en la rama naval del ejército, era imposible adivinar qué edad tenía, de raza negra, 1.85 metros de estatura, lucía orgulloso unos Ray Ban con aros de gota enchapados en oro, probablemente un souvenir de otros tiempos, supongo que se imaginaba con su traje de gala en algún evento protocolario, haciendo el saludo desde una fragata de guerra, solo que en vez de fragata de guerra estaba en un barco viejo y despeltrado, y en lugar de traje de gala estaba en camiseta y pantalón de lona llenos de grasa. Pero eso no le quitaba lo altivo.
Por último, volví a ver a fernando, era blanco como el queso, pero ahora aparte de eso el pobre estaba pálido, le había agarrado el mareo y le bailaban los ojos, parecía que no estaba disfrutando el paseo para nada. Se me acercó y me dijo en voz baja “vos Marco, me siento mal, estoy mareado”. Yo le decía que se tranquilizara, pero eso es en vano cuando ya te ha agarrado el malestar, “tratá de ver al horizonte, respirá profundo” nada, se notaba la respiración superficial, la tez color papel y el sudor en su frente, estaba mal.
Unos delfines nos acompañaron, juguetones, dando saltos compitiendo con el barco, como si fuese un cetáceo más, nunca en mi vida había visto un delfín de cerca, no eran como los de la tele, eran un poco más pequeños y con manchas en la piel, seguramente eran de otra especie, tal vez eran como los perritos de la calle guatemaltecos, sin pedigrí, pero el espíritu era el mismo.
Fernando estaba desesperado, “Marquito, tengo náusea, ya no aguanto” tuvimos que avisar que mi amigo se sentía mal, yo estaba sorprendido de que mi debilidad para los viajes terrestres no tuviera efecto aquí, me sentía genial, tal vez si hubiera pasado más tiempo me habría dado… pero prefiero no pensar en eso.
Englenton estaba parado en la cubierta viendo los delfines y otros peces que se acercaba a la superficie, nosotros estábamos en el techo, lo llamamos para que tuviera una mejor vista, ahora, la cosa es que Fernando estaba ya al borde de echar las tripas y no pudo aguantarse, se acercó a la orilla del techo y vomitó con todas sus fuerzas, un chorro de líquido estomacal caliente semi digerido se disparó hacia abajo… y fue a dar de lleno en la cara de Englenton que iba subiendo las escaleras.
La escena era grotesca pero don Gatica y yo no pudimos evitar carcajearnos al punto de las lágrimas, Fernando probablemente ya se sentía algo mejor, pero no puedo decir lo mismo de Englenton, debo decir que se lo tomó estoicamente y con sentido común, y no lo revolcó a puñetazos.
Emprendimos el regreso al muelle, Englenton tenía la cara como de piedra, no hablaba, se había lavado la cara con la manguera que usaban para lavar los camarones y le prestaron una camiseta, al menos los lentes le protegieron los ojos, nunca se los quitó, era lo único que le quedaba de dignidad. Fernando estaba verde ahora, no tanto de náusea como de miedo.
En la cocina los marieros, entre risas, estaban preparando un caldo de pescado con bastante limón, para que le pasara un poco el mareo.

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